domingo, 28 de diciembre de 2014

Confianza mínima

En uno de los debates entre los estudiantes del IPN con su director, éste último se comprometió a revisar caso por caso la destitución de varias decenas de directivos implicados en casos de corrupción.  Al ponerse de acuerdo con respecto a los tiempos de resolución, los jóvenes argumentaban no tener una garantía de que el director fuera a respetar el acuerdo de no represalias contra los estudiantes, una vez que entregaran las instalaciones, por lo cual cada caso debía ser resuelto antes de lo establecido por la ley interna. La respuesta del director fue que los estudiantes debían tener una "confianza mínima" en él. 

Este es un ejemplo claro de lo que nos sucede como país. Perdimos la confianza mínima por la cantidad de mentiras que se nos han contado. Pero, éste no es el único elemento en contra. En el último cuarto del siglo pasado, el avance tecnológico nos dejó atrás. No me refiero a computadoras, sino a herramientas intangibles y capacidades intelectuales de aplicación práctica que tienen que ver con nuestras formas de trabajo, organización, administración, lectura de la información e interpretación. Ésta carencia es lo que se llama el neoanalfabetismo. Esta brecha educativa, en un país en donde sólo tres de cada diez personas acceden a la universidad, es, por decir lo menos, determinante del cómo enfrentamos la crisis actual y por su puesto, de cómo hemos llegado a ella. 

Una de estas deficiencias estriba en la constante visión maniquea a la que solemos reducir el mundo. Nuestros problemas se nos presentan en blanco y negro, y hacemos de las excepciones, una regla general. Es así como las profesiones y los oficios en México son los arquetipos del fracaso de todas nuestras expectativas en un mundo que nos advierte cada cinco minutos sobre una nueva tragedia o corruptela.

Médicos, ingenieros, economistas, antropólogos, abogados, psicólogos, comunicólogos, arquitectos y un largo etcétera son sólo un catálogo de charlatanes de quienes descreemos de forma sistemática. La opinión de un periodista por ejemplo puede ser mejor tomada en cuenta que la de un especialista en el tema. Una de las muchas razones para tener tan afianzado este tipo de conclusiones es porque la idea de corrupción está institucionalizada, es decir, creemos que la corrupción es una condición necesaria para el buen funcionamiento del sistema y es por ello que nuestra desconfianza es permanente. Por otro lado, si se le pregunta a cualquiera su opinión sobre la corrupción, ésta será negativa. La aparente contradicción es parte de un ciclo nocivo, decimos no a la corrupción pero nos corrompemos de ser necesario para el bienestar de nuestro grupo. 

Pongo énfasis en las profesiones porque pienso que ahora, más que nunca, confiar en las personas especializadas es fundamental para esclarecer nuestro funcionamiento como sociedad. Si convertimos las excepciones en regla, y concluimos que por el actuar de un abogado, todos los abogados son corruptos, que todos los albañiles son sucios, que todos los gobernantes roban, que todos los médicos nos enferman, que todas las empresas nos están engañando, que todos los ingenieros usan materiales de segunda para robar, que todos los psicólogos son charlatanes, que todos los psiquiatras medican sólo para tenernos dormidos, que todos los funcionarios públicos sólo funcionan a través de palancas, y así un largo etcétera, entonces empezaremos a vivir en el mundo del revés. 

La propuesta o conclusión no es que seamos "positivos" con respecto al mundo que nos rodea. Ahora más que nunca debemos ser desconfiados ante el ruido infernal en el que vivimos como sociedad. Pero desconfiar es un ejercicio de la inteligencia cuyas bases no pueden ser obviadas. Para saber que algo anda mal, primero debemos saber de qué manera son las cosas cuando andan bien. Usamos paraguas cuando vemos nubes, y damos por hecho que lloverá de arriba hacia abajo. Nuestro país está tan politizado y esa política es tan pobre, porque no está basada en los razonamientos, en la investigación, en los hechos, en la "confianza mínima" hacia nuestros profesionistas. La política mexicana está basada en la personalidad del político y en la intuición o conveniencia de sus votantes. 


H.S.G

jueves, 25 de septiembre de 2014




Lentis



“La vida es fascinante: sólo hay que mirarla
a través de las gafas correctas”
Alejandro Dumas




A mis lentes se les desprendió el anti-reflejante

ahora sólo están sucios.

Sin ellos veo un mundo hecho borrones

de luces más que de formas. 


Los lentes que perdí en una pelea

cayeron sobre el zacate de un jardín público,

yacían como el insecto

que de una sola pata se sostiene;

con el armazón vacío, los cristales rotos,

al amanecer de un día cuando no se sabe  

si será luminoso o de nubes negro.


Me pusieron anteojos a los quince años

eran de metal y vidrios gruesos.

Pasé de ser un tonto 

a un muchacho inteligente 

sin deber probarlo.

Yo era mis lentes,

como si fuera una manía el tenerlos.


Con ellos admiré el cultivo sembrado, 

las luces de la ciudad,

el campo indomable  

y la mirada más transparente

en la que pude verme reflejado,

vi el cuerpo desnudo que más amé.


Entiendo que no son algo pasajero 

las gafas van dobles en la vejez.

¿Quién las meterá conmigo en el ataúd?

Como los adminículos de un emperador

para que yo vea, lo que haya que ver.



Hugo Sánchez G.




martes, 24 de junio de 2014

La Cápsula


La cápsula tiene un efecto extraño, leve, como si no tuviera ninguno. Pero se alcanza a notar si se pone atención, por que si uno sigue con su vida, la cápsula parece no decir nada, y al ver la caja sobre el buro, apenas se acuerda de tomarla.  Es como los insectos que hacen un ruido que es sólo perceptible en silencio. Por eso siempre prefería tomarla de noche, para escucharla en su interior haciendo su magia. 
            Luis Raúl era ingeniero civil, le diagnosticaron una primera crisis depresiva a finales de los noventa. Además, el que pensara que la gente se reía a sus espaldas, a decir del doctor  que lo atendió, podía tratarse de una ideación paranoide. Lo que sea que eso significara, él estaba seguro de que en la oficina estaban por despedirlo.
            Varios errores en los cálculos de una construcción en la zona comercial de Aventura lo dejaron muy mal parado con el jefe. Nadie lo decía, apenas y le señalaron los cambios en los planos cuando se le asignó a un área menos complicada, en una zona de medio pelo de la ciudad. Entonces fue que empezó a escuchar las risas de la secretaria junto con la de otros ingenieros.
            Trató de no darle importancia, pero los sentimientos de humillación se volvieron recurrentes, al grado de que estaba todo el tiempo de mal humor. Veía a sus hijos y pensaba que tal vez heredarían la mediocridad de su padre, entonces los regañaba por cualquier cosa. Ricardo, el menor, se había puesto los tacones de su mamá, caminando por la casa mientras Jorge, el mayor, se burlaba a carcajadas de él. Susana le pidió que se calmara, y luego de los gritos se fue con los dos niños a casa de su mamá. En la obra los albañiles más viejos notaban su falta de ánimo. Los trabajadores son como otra familia, un dolor de cabeza, pensó. 
 El doctor le pidió que tomara una cápsula diaria y luego ya vería dependiendo de los avances. Salió del consultorio sintiéndose un fenómeno de circo. No era un necio. Sabía que si algo se descompone es preferible hacer algo o las cosas empeorarán. Pero estaba acostumbrado a que los desperfectos ocurrieran allá afuera, en los objetos, en las otras personas. 
Antes ponía el canal de noticias, fascinado por la locura del mundo, abstraído por completo en esa vorágine de problemas. Sin entender del todo que se está tan abajo de la pirámide del poder que cuando se tiene la información es porque todo ha sucedido. La depresión le dejó esto muy claro porque cualquier catástrofe, por lejana que fuera, cualquier injusticia, le llenaba los ojos de lágrimas, las cuáles detenía con un gran esfuerzo para no alarmar a su esposaLa tristeza se apoderó del ingeniero como de un cachorro al que alguien levanta del suelo para inmovilizarlo. Susana sabía, aunque hiciera todo lo posible por ocultárselo, pero sólo podía especular sobre las causas, entre ellas, la de otra mujer. Le ponía cuatros, buscaba en su teléfono celular.
Se tomó una semana de descanso. El ingeniero veía a sus hijos desde la cama de su cuarto todos los días. La cabecera estaba junto a la puerta que daba a la sala de estar. En un sillón de tres plaza se pasaban la tarde viendo la televisión. Sabían de su presencia pero como estaba todo el día acostado, parecía que lo olvidaban. Jugaban a  representar el mundo de los adultos. A veces llegaban los vecinos, un niño y una niña. Una tarde el ingeniero los vio que construían una casa ayudándose de sábanas y almohadas, la vecina, única mujer, representó el papel de la esposa abnegada que prepara los alimentos, mientras los otros se sentaban a la mesa a esperar la llegada del padre. Cuando este llegó, su hijo mayor se apersonó con voz autoritaria para insultarlos por no haber ayudado con los deberes, luego  le propinó una falsa golpiza a su mujer. El ingeniero alcanzó a cerrar la puerta de su cuarto antes del final de aquel drama.
Al día siguiente los niños le hicieron una visita a la recámara por petición de su madre. Le contaron que en la escuela les iba muy bien. El mayor le recitó un poema que memorizó para ganar un punto adicional en sus calificaciones. El más chico, al verse superado recitó con una cadencia impecable la tabla del cuatro. El ingeniero reprimió como siempre cualquier expresión verbal de sus emociones. Abrió la cartera y le dio a cada uno un billete de cien pesos para que se compraran golosinas.
Durante la noche, su mujer le ofreció sus caricias para animarlo.  Se sintió plenamente satisfecho, un inesperado sentimiento de esperanza lo embargó hasta quedarse dormido. A la mañana siguiente tomó la decisión de ir a las oficinas, de ahí se pasó a la obra, a vigilar la llegada de los materiales. Escuchó los rumores del otro edificio, de la próxima inauguración, de la cancelación de un contrato. Otra vez se sintió miserable.
Por la tarde se pasó a la obra del proyecto que le habían quitado, estaba solo el vigilante, un hombre de rostro indígena que observaba en silencio el atardecer. Se saludaron sin emitir sonido alguno. El ingeniero pasó sin dar explicaciones, los ventanales estaban apilados en cada uno de los pisos, no tardarían en ser puestos. Subió a lo más alto. La vista daba hacia el periférico y más allá podía verse el sol ocultándose en los cerros. Todo era como  un líquido y pensó que se trataba de la cápsula. Los carros comenzaban a encender los faros y encontró algo que se movía en el camellón central de un lado a otro. Se trataba de una gallina solitaria yendo de un lado a otro, abandonada y sin saber cómo escapar de aquel cerco interminable de automóviles. Al pasar en el carro con dirección a la casa vio al vigilante persiguiendo al animal. Entonces pensó que no mucho tiempo atrás ese había sido un llano y esa gallina y ese hombre que tanto contrastaban ahora, pertenecían con más derechos a ese lugar.
Sin previa consulta médica se aumentó la dosis a una cápsula más. Pronto descubrió que si no ingería alimentos el afecto era más placentero. Dejó que los niños se quedaran hasta tarde viendo la televisión. Cuando se quedaron dormidos, cambió a las noticias, ahí estaba el vigilante, con la gallina en los brazos, respondiendo una entrevista para un reportero. La gallina había causado la curiosidad de todo el mundo.








jueves, 24 de abril de 2014

Carros de juguete


Era una de esas mañanas del verano en la que no hubo clases. Sus padres salieron temprano al trabajo. Despertó sin abrir los ojos y sonrió al recordar que tenía todo el día libre para hacer lo que le viniera en gana. Afuera se escuchaban esos sonidos cotidianos a los que ya no estaba acostumbrado. La camioneta del gas, el arrullo de las palomas, el paso de los automóviles en la avenida. Se puso en posición fetal abrazado a una las almohadas como aferrándose a una tabla salvavidas que lo rescatara de la realidad y lo llevara al sueño, del que sólo tenía fragmentos de sensaciones rítmicas como si hubiera estado bailando toda la noche. Su cuerpecillo moreno sobresalía de las sábanas vestido solamente por un calzón azul. Su miembro viril que a esas horas se desperezaba, arqueado como el lomo de un gato, empujaba hacia el colchón como si exigiera alimento.
Esa energía que se acumulaba de forma tan absoluta y demandante lo desconcertaba. Esa sensación de placer sensual lo alejaba de cualquier otro pensamiento o actividad,  que no fuera la posesión sexual hasta ahora frustrada. Así se estuvo un largo rato, tratando de dominarse, pero finalmente cedió a la tentación de abalanzarse sobre sí mismo con urgencia.
Tocaron a la puerta. Interrumpió la placentera actividad para asomarse por la ventana pero no había nadie. Una señora mendicante ya estaba en la reja de enseguida tocando con insistencia. Intentó volver a concentrarse pero la emoción se había ido. Se puso su short favorito y prendió la computadora, una pentium III que le había ayudado su primo a escalar a pentium IV. Se preparó un sándwich en la cocina y volvió con un vaso de leche en las manos. Volvieron a tocar la reja, esta vez con más fuerza.
            Sería la misma vieja, que lo había visto asomarse por la ventana hacía un momento, pensó. Decidió no levantarse, ya se iría. Entró a un blog de anime en donde se presentaba con el avatar de un guerrero medieval. Le gustaba ese ambiente en color negro, lleno de animes gratuitos subidos por otros usuarios. Deseaba volverse un experto para poder comentar con autoridad como los otros. Esa era, en resumidas cuentas, la meta de su vida.
            Volvieron a tocar la reja. Gritó en voz alta que lo dejaran en paz. No tenía dinero, era un adolescente, no tenía trabajo, su obligación era estudiar, eso le repetía su madre con insistencia todos los días. Era lo que estaba haciendo, estudiando las historias de anime que más le gustaban mientras masticaba un sándwich de jamón con queso y mayonesa. Ya bastante responsabilidad tenía con sacar las basuras y lavar los trastes cuando su madre se indignaba de verlo sentado frente a la computadora durante horas.
            Tocaron con insistencia una vez más. Entreabrió la cortina sólo un poco. Afuera se veía a la mujer, tocando con fuerza el barandal. Llevaba una falda azul con mallas de lana, un saco de hombre negro y una blusa blanca percudida. Abrió la ventana para preguntarle que se le ofrecía. La mujer no sabía de dónde provenía la voz porque esperaba que la puerta se abriera. Así que empezó a hablar con la vista hacía las ventanas del segundo piso.
—Una ayuda por favor, no tengo casa ni trabajo. Gritó la mujer con una voz aguda y desgañitada.
—Ahorita no hay señora. Le contestó con firmeza, sintiendo a la vez compasión y asco.
—Préstame el baño por favor hijo, ya no aguanto.
Era el momento justo de cerrar la ventana pero se detuvo congelado. No podía negarle el baño o mejor dicho, no sabía cómo hacerlo. Una cosa era decirle que no tenía dinero, pero como se iba a negar ante una petición de semejante urgencia.
            La mujer abrió la reja y entró a la casa como sin poder creer que la estuvieran esperando. El muchacho le señaló el baño. Dejó la puerta de la calle abierta, tomado de la perilla, esperando a que la mujer terminara. Pensó que estaba haciendo algo bueno, una buena acción. Pero los minutos pasaron sin que la mujer saliera.  Se acercó a la puerta de baño y pegó la oreja, el chorro de agua del lavabo caía interminablemente con un sonido apenas audible. Una idea le pasó por la cabeza e hizo que todo su cuerpo se pusiera tenso. Fue hasta la cocina y luego salió al patio. Se acercó a la ventana del baño, estaba abierta. La malla de spring estaba rota. Al asomarse vio a la mujer desnuda de la cintura para arriba, tallándose ambos pechos que mostraban dos círculos negros. Sintió que la boca se le secaba. Fue a sentarse en el comedor con los brazos sobre la erección. Recordó que cuando era muy niño su madre lo atrapó acostado en el jardín con los pantalones abajo mientras pasaba las llantas de un carrito de juguete sobre sus genitales. Ahora era como si todos los carros de juguete de su infancia recorrieran su cuerpo por completo hasta dejarlo sin respiración.
La mujer salió del baño, se acercó y lo tomó de la mano izquierda, la que dice cuál es el destino de las personas desde su nacimiento.
—Te voy a leer el futuro como agradecimiento. El muchacho no supo que decir cuando sintió la mano húmeda dándole vuelta a la suya.
—Tienes las manos calientes, y la cabeza también. Vas a ser un hombre muy guapo, las mujeres te van a dar todo. Vas a tener mucho dinero.
Todo aquello sonaba a un discurso preparado, pero a Francisco le impresionó su voz, como dotada de una seguridad misteriosa.
—¿A qué me voy a dedicar?
La mujer lo miró a los ojos durante un rato como si pudiera leer en ellos. Él se acordó de nuevo de los pechos que ahora estaban cubiertos por esa blusa cochina que le provocaba repulsión. La miró buscando encontrar en la desgastada tela indicios de esa visión de higos negros. Ella se dio cuenta que la veía pero no dijo nada, sólo le soltó la mano que ejercía ahora una insistente presión sobre la suya.  La mano que acariciaba ya los botones de su blusa fue atrapada por la mujer, como si se tratara de un pollo que ha metido la cabeza en la malla del gallinero.
­—Vas a tener un gran negocio.
—Yo quiero ser director de cine.
—Ha sí -dijo la mujer –¿de películas sucias?
—Por qué se quedó sin casa.
—Me corrieron porque estoy loca. Si me das cien pesos te puedo decir más sobre el futuro.
—Quiero verlas. Señaló a la blusa de la mujer. Ella se tocó la barbilla, sus pupilas se dilataron, como si la hubiera tomado por sorpresa. 
—Eso cuesta más.
—Ciento cincuenta y me deja tocarlas. Ella se llevó la mano al pecho como si se protegiera.
–Primero el dinero. Dijo con autoridad.
            Se levantó de un salto y corrió escaleras arriba, entró a su cuarto buscando entre la ropa de sus cajoneras hasta encontrar un calcetín negro en el que tenía el resto del dinero que le había quedado desde su cumpleaños. La vació sobre su mano, eran exactamente ciento cuarenta y cinco pesos. Fue al buro y recogió un cambio para completar la suma.
            Cuando bajó, se paró delante de la mujer. Sintió como su respiración se hacía más difícil. La mujer echó una mirada rápida a las monedas con desconfianza. Al comprobar la cantidad metió las monedas en la bolsa de plástico en la que cargaba ropa y un sin número de objetos como trastos con comida. Luego se acomodó en la silla del comedor como si estuviera a punto de hacer algo importante. Con seriedad irguió la espalda y echó hacia atrás el cabello desalineado que le caía sobre los hombros.  El muchacho jaló la otra silla y la acercó junto a la de ella como si se preparara a ver un complejo espectáculo. La mujer parecía concentrarse,  su mirada estaba algo perdida, como si al tocarse se comunicara con su cuerpo.
            Él la apuró exigiendo su parte como un comprador experimentado, levantó la cabeza como señalando lo que quería. Un ruido en la reja hizo que los dos se sobresaltaran, Francisco corrió a la ventana pensando que era demasiado temprano para que su madre hubiera regresado. Por fortuna era sólo un niño que dejaba caer un palo sobre los barrotes de la reja mientras caminaba.  La mujer empezó a desabotonarse, para salir lo más rápido posible de aquel negocio. Sin quitarse el raido brasiere dejó saltar uno de los pechos hacia afuera. Para Francisco era como un monstruo que enseñaba un sólo ojo, y que lo miraba con atención para devorarlo. La mujer se sonrió ante la mirada atónita del chico. Dejó que la tocara. Sintió como el rugoso pezón fue endureciéndose como si se enojara, entonces un pelo oscuro se erizó como si se defendiera del intruso. Pero aquello no era todo, faltaba el otro pecho, la mirada completa que lo encontraría ahí, sentado, obediente para ser su víctima más lúcida, la menos temerosa.
            Con una violencia apenas contenida, el muchacho cogió los elásticos del otro lado e hizo saltar el segundo seno, entonces al acercarse más como si quisiera observar los más mínimos detalles de aquellos tubérculos  de oscuras raíces, sintió el turbio aroma de las axilas mezclado con un olor a perfume de jabón. Estuvo a punto de retroceder, pero aquel olor se convirtió en presa de su apetito,  como si en un pedazo de carne encontrara un bordo de grasa al que no pudiera resistirse.
            Embarró su cara contra el pecho como si buscara alimentarse. La mujer que se había mantenido estoica hasta ese momento soltó una carcajada al sentir los lengüetazos de ese hijo no esperado y antes de que otra cosa pasara se vistió de nuevo sin dejar de reírse, para alcanzar la puerta y salir de inmediato. El chico terminó arrodillado aspirando de su otra mano el poderoso olor que después buscaría, en otras mujeres.