Era una de esas mañanas del verano en
la que no hubo clases. Sus padres salieron temprano al trabajo. Despertó sin
abrir los ojos y sonrió al recordar que tenía todo el día libre para hacer lo
que le viniera en gana. Afuera se escuchaban esos sonidos cotidianos a los que
ya no estaba acostumbrado. La camioneta del gas, el arrullo de las palomas, el
paso de los automóviles en la avenida. Se puso en posición fetal abrazado a una
las almohadas como aferrándose a una tabla salvavidas que lo rescatara de la
realidad y lo llevara al sueño, del que sólo tenía fragmentos de sensaciones
rítmicas como si hubiera estado bailando toda la noche. Su cuerpecillo moreno
sobresalía de las sábanas vestido solamente por un calzón azul. Su miembro
viril que a esas horas se desperezaba, arqueado como el lomo de un gato,
empujaba hacia el colchón como si exigiera alimento.
Esa energía que se
acumulaba de forma tan absoluta y demandante lo desconcertaba. Esa sensación de
placer sensual lo alejaba de cualquier otro pensamiento o actividad, que no fuera la posesión sexual hasta ahora
frustrada. Así se estuvo un largo rato, tratando de dominarse, pero finalmente
cedió a la tentación de abalanzarse sobre sí mismo con urgencia.
Tocaron a la puerta.
Interrumpió la placentera actividad para asomarse por la ventana pero no había
nadie. Una señora mendicante ya estaba en la reja de enseguida tocando con
insistencia. Intentó volver a concentrarse pero la emoción se había ido. Se
puso su short favorito y prendió la computadora, una pentium III que le había
ayudado su primo a escalar a pentium IV. Se preparó un sándwich en la cocina y
volvió con un vaso de leche en las manos. Volvieron a tocar la reja, esta vez
con más fuerza.
Sería
la misma vieja, que lo había visto asomarse por la ventana hacía un momento,
pensó. Decidió no levantarse, ya se iría. Entró a un blog de anime en donde se
presentaba con el avatar de un guerrero medieval. Le gustaba ese ambiente en
color negro, lleno de animes gratuitos subidos por otros usuarios. Deseaba
volverse un experto para poder comentar con autoridad como los otros. Esa era,
en resumidas cuentas, la meta de su vida.
Volvieron
a tocar la reja. Gritó en voz alta que lo dejaran en paz. No tenía dinero, era
un adolescente, no tenía trabajo, su obligación era estudiar, eso le repetía su
madre con insistencia todos los días. Era lo que estaba haciendo, estudiando
las historias de anime que más le gustaban mientras masticaba un sándwich de
jamón con queso y mayonesa. Ya bastante responsabilidad tenía con sacar las
basuras y lavar los trastes cuando su madre se indignaba de verlo sentado
frente a la computadora durante horas.
Tocaron
con insistencia una vez más. Entreabrió la cortina sólo un poco. Afuera se veía
a la mujer, tocando con fuerza el barandal. Llevaba una falda azul con mallas
de lana, un saco de hombre negro y una blusa blanca percudida. Abrió la ventana
para preguntarle que se le ofrecía. La mujer no sabía de dónde provenía la voz
porque esperaba que la puerta se abriera. Así que empezó a hablar con la vista
hacía las ventanas del segundo piso.
—Una ayuda por favor, no tengo casa ni
trabajo. Gritó la mujer con una voz aguda y desgañitada.
—Ahorita no hay señora. Le contestó
con firmeza, sintiendo a la vez compasión y asco.
—Préstame el baño por favor hijo, ya
no aguanto.
Era el momento justo de cerrar la
ventana pero se detuvo congelado. No podía negarle el baño o mejor dicho, no
sabía cómo hacerlo. Una cosa era decirle que no tenía dinero, pero como se iba
a negar ante una petición de semejante urgencia.
La
mujer abrió la reja y entró a la casa como sin poder creer que la estuvieran
esperando. El muchacho le señaló el baño. Dejó la puerta de la calle abierta,
tomado de la perilla, esperando a que la mujer terminara. Pensó que estaba
haciendo algo bueno, una buena acción. Pero los minutos pasaron sin que la
mujer saliera. Se acercó a la puerta de
baño y pegó la oreja, el chorro de agua del lavabo caía interminablemente con
un sonido apenas audible. Una idea le pasó por la cabeza e hizo que todo su
cuerpo se pusiera tenso. Fue hasta la cocina y luego salió al patio. Se acercó
a la ventana del baño, estaba abierta. La malla de spring estaba rota. Al
asomarse vio a la mujer desnuda de la cintura para arriba, tallándose ambos
pechos que mostraban dos círculos negros. Sintió que la boca se le secaba. Fue
a sentarse en el comedor con los brazos sobre la erección. Recordó que cuando
era muy niño su madre lo atrapó acostado en el jardín con los pantalones abajo
mientras pasaba las llantas de un carrito de juguete sobre sus genitales. Ahora
era como si todos los carros de juguete de su infancia recorrieran su cuerpo
por completo hasta dejarlo sin respiración.
La mujer salió del baño, se
acercó y lo tomó de la mano izquierda, la que dice cuál es el destino de las
personas desde su nacimiento.
—Te voy a leer el futuro como
agradecimiento. El muchacho no supo que decir cuando sintió la mano húmeda dándole
vuelta a la suya.
—Tienes las manos calientes, y la
cabeza también. Vas a ser un hombre muy guapo, las mujeres te van a dar todo.
Vas a tener mucho dinero.
Todo aquello sonaba a un discurso
preparado, pero a Francisco le impresionó su voz, como dotada de una seguridad
misteriosa.
—¿A qué me voy a dedicar?
La mujer lo miró a los ojos durante un
rato como si pudiera leer en ellos. Él se acordó de nuevo de los pechos que
ahora estaban cubiertos por esa blusa cochina que le provocaba repulsión. La
miró buscando encontrar en la desgastada tela indicios de esa visión de higos
negros. Ella se dio cuenta que la veía pero no dijo nada, sólo le soltó la mano
que ejercía ahora una insistente presión sobre la suya. La mano que acariciaba ya los botones de su
blusa fue atrapada por la mujer, como si se tratara de un pollo que ha metido
la cabeza en la malla del gallinero.
—Vas a tener un gran negocio.
—Yo quiero ser director de cine.
—Ha sí -dijo la mujer –¿de películas
sucias?
—Por qué se quedó sin casa.
—Me corrieron porque estoy loca. Si me
das cien pesos te puedo decir más sobre el futuro.
—Quiero verlas. Señaló a la blusa de
la mujer. Ella se tocó la barbilla, sus pupilas se dilataron, como si la
hubiera tomado por sorpresa.
—Eso cuesta más.
—Ciento cincuenta y me deja tocarlas. Ella
se llevó la mano al pecho como si se protegiera.
–Primero el dinero. Dijo con
autoridad.
Se
levantó de un salto y corrió escaleras arriba, entró a su cuarto buscando entre
la ropa de sus cajoneras hasta encontrar un calcetín negro en el que tenía el
resto del dinero que le había quedado desde su cumpleaños. La vació sobre su
mano, eran exactamente ciento cuarenta y cinco pesos. Fue al buro y recogió un
cambio para completar la suma.
Cuando
bajó, se paró delante de la mujer. Sintió como su respiración se hacía más
difícil. La mujer echó una mirada rápida a las monedas con desconfianza. Al
comprobar la cantidad metió las monedas en la bolsa de plástico en la que
cargaba ropa y un sin número de objetos como trastos con comida. Luego se
acomodó en la silla del comedor como si estuviera a punto de hacer algo importante.
Con seriedad irguió la espalda y echó hacia atrás el cabello desalineado que le
caía sobre los hombros. El muchacho jaló
la otra silla y la acercó junto a la de ella como si se preparara a ver un
complejo espectáculo. La mujer parecía concentrarse, su mirada estaba algo perdida, como si al
tocarse se comunicara con su cuerpo.
Él
la apuró exigiendo su parte como un comprador experimentado, levantó la cabeza
como señalando lo que quería. Un ruido en la reja hizo que los dos se
sobresaltaran, Francisco corrió a la ventana pensando que era demasiado
temprano para que su madre hubiera regresado. Por fortuna era sólo un niño que
dejaba caer un palo sobre los barrotes de la reja mientras caminaba. La mujer empezó a desabotonarse, para salir lo
más rápido posible de aquel negocio. Sin quitarse el raido brasiere dejó saltar
uno de los pechos hacia afuera. Para Francisco era como un monstruo que
enseñaba un sólo ojo, y que lo miraba con atención para devorarlo. La mujer se
sonrió ante la mirada atónita del chico. Dejó que la tocara. Sintió como el
rugoso pezón fue endureciéndose como si se enojara, entonces un pelo oscuro se
erizó como si se defendiera del intruso. Pero aquello no era todo, faltaba el
otro pecho, la mirada completa que lo encontraría ahí, sentado, obediente para
ser su víctima más lúcida, la menos temerosa.
Con
una violencia apenas contenida, el muchacho cogió los elásticos del otro lado e
hizo saltar el segundo seno, entonces al acercarse más como si quisiera observar
los más mínimos detalles de aquellos tubérculos de oscuras raíces, sintió el turbio aroma de
las axilas mezclado con un olor a perfume de jabón. Estuvo a punto de
retroceder, pero aquel olor se convirtió en presa de su apetito, como si en un pedazo de carne encontrara un
bordo de grasa al que no pudiera resistirse.
Embarró
su cara contra el pecho como si buscara alimentarse. La mujer que se había
mantenido estoica hasta ese momento soltó una carcajada al sentir los
lengüetazos de ese hijo no esperado y antes de que otra cosa pasara se vistió
de nuevo sin dejar de reírse, para alcanzar la puerta y salir de inmediato. El
chico terminó arrodillado aspirando de su otra mano el poderoso olor que después
buscaría, en otras mujeres.