Parecen haberse encontrado en la
esquina de la calle, se abrazan con formalidad, como si se conocieran desde
hace mucho tiempo, sin llegar a ser íntimos amigos. El que parece albañil tiene
en la mano una botella de mezcal, dice algo, pero no alcanzo a escuchar. El
otro se sonríe, educadamente, y asiente con la cabeza. Se ven tambaleantes, el
albañil se sostiene de su vieja bicicleta, apenas el brillo indispensable del
metal.
Mi vecino trabaja en una maquiladora.
No conozco más de él que del otro, salvo que lo he visto siempre por ahí, los
domingos en particular, borracho. Lleva una pantalonera azul, una camisa polo
que fue blanca con rayas, una barba exigua. Esta muy atento a las palabras del
amigo, que levanta las manos como explicando alguna cosa técnica, arma en el
aire un objeto, lo mueve de un lado a otro, lo divide. Mi vecino le contesta, entonces los dos se
echan hacia atrás con una risa genuina pero débil, que los lleva a recargarse
en la pared de una casa, del lado que hace sombra. De pronto mi vecino deja de
reírse, y aprovecha para quitarle de la mano la botella, se la lleva a los
labios rápidamente y se la devuelve a su dueño hasta con la tapa bien puesta.
El otro parece no enterarse, pero destapa la botella y le da también un trago,
uno pequeño pero lento, como saboreándose.
Ahora están los dos en esa confidencia
de la borrachera, un día iluminado por el reflejo del sol en las calles negras
y mojadas. El albañil interrumpe su discurso de improviso y abre la boca en un
gesto de angustia, como si estuviera a punto de soltarse llorando, como si el
recuerdo de una desgracia lo torturara.
Mi vecino lo rodea con un brazo a modo
de consuelo, con la mano que le queda libre intenta quitarle de nuevo el pomo,
pero esta vez, el otro se da cuenta, las fuerzas le vuelven al cuerpo como si
todo se tratara de una actuación y aprisiona la botella, levanta con soberbia
el mentón y le dirige una mirada retadora.
Forcejean de una forma ridícula, con
el mero movimiento de las muñecas. El albañil deja la bicicleta para que se
quede recargada contra la pared y se abalanza con las dos manos sobre su más cara
posesión, hasta que su contrincante suelta la botella con desprecio.
El albañil tiene el rostro ligeramente
compungido, una mezcla de indignación y vergüenza. En cambio mi vecino se
retira un poco, inspeccionando el
barrio, disimulando el coraje con un par de aplausos hacia la nada, porque se
ha quedado seco. Luego regresa, con más ánimo, le da una palmada al otro como
para amistarse de nuevo. El albañil lo mira con recelo durante unos segundos,
pero el efecto del alcohol lo adormece. Las intenciones de los dos han quedado
al descubierto, la lucha por los últimos tragos del mezcal.
Después de un rato mi vecino agarra la
bicicleta por los cuernos, la atrae hacia sí mismo como si fuera a robarla. El
otro no puede terminar el trago, cierra la botella lo más rápido que puede, da
un par de pasos hacia adelante. Mi vecino insiste y lo va llevando, despacio
hasta el final de la banqueta. El albañil no se lo toma a broma, y con las dos
manos al frente, sosteniendo con firmeza la botella, intenta como si diera los
primeros pasos de su vida, alcanzar su medio
de transporte. Entonces pierde el equilibrio. Desde el escalón de la banqueta,
cae de cabeza sin que las manos le sirvan para nada. El golpe es como un
chasquido, apenas audible por el ruido del tráfico.
Un grupo de borrachos, llegan desde la
otra esquina de la calle con una lentitud pasmosa, como si caminaran bajo el
agua. Increpan a mi vecino por no ayudarlo. El albañil logra apoyarse sobre sus
brazos, levanta la cabeza. Entre dos le dan una mano y se
pone de pie con la intención de retarse a golpes con el otro, pero se marea y
termina sentándose. La botella está intacta, apenas se da cuenta, quita la
rosca y bebe para consolarse. Los que lo ayudaron a levantarse le devuelven su
bicicleta para que se vaya.
Finalmente se dispersan, dispuestos a
seguir curándose la cruda. El albañil atraviesa la avenida con lentitud, con
rumbo desconocido, la bicicleta a un costado, los carros suenan la bocina.
Detrás de él, mi vecino lo sigue con cautela.