jueves, 13 de septiembre de 2012

El borracho de la bicicleta

Son las cinco de la tarde, acaba de caer un aguacero y en la calle están dos borrachos, reconozco a uno de ellos, se trata de mi vecino. El otro tiene finta de albañil, su camisa a cuadros deslavada, una cachucha color mostaza que hace más oscura su cara, patillas negras, tendrá unos cuarenta años. Es domingo y su ropa no muestra ninguna mancha. Su rostro es aindiado, de una belleza triste. 

Parecen haberse encontrado en la esquina de la calle, se abrazan con formalidad, como si se conocieran desde hace mucho tiempo, sin llegar a ser íntimos amigos. El que parece albañil tiene en la mano una botella de mezcal, dice algo, pero no alcanzo a escuchar. El otro se sonríe, educadamente, y asiente con la cabeza. Se ven tambaleantes, el albañil se sostiene de su vieja bicicleta, apenas el brillo indispensable del metal.

Mi vecino trabaja en una maquiladora. No conozco más de él que del otro, salvo que lo he visto siempre por ahí, los domingos en particular, borracho. Lleva una pantalonera azul, una camisa polo que fue blanca con rayas, una barba exigua. Esta muy atento a las palabras del amigo, que levanta las manos como explicando alguna cosa técnica, arma en el aire un objeto, lo mueve de un lado a otro, lo divide.  Mi vecino le contesta, entonces los dos se echan hacia atrás con una risa genuina pero débil, que los lleva a recargarse en la pared de una casa, del lado que hace sombra. De pronto mi vecino deja de reírse, y aprovecha para quitarle de la mano la botella, se la lleva a los labios rápidamente y se la devuelve a su dueño hasta con la tapa bien puesta. El otro parece no enterarse, pero destapa la botella y le da también un trago, uno pequeño pero lento, como saboreándose.

Ahora están los dos en esa confidencia de la borrachera, un día iluminado por el reflejo del sol en las calles negras y mojadas. El albañil interrumpe su discurso de improviso y abre la boca en un gesto de angustia, como si estuviera a punto de soltarse llorando, como si el recuerdo de una desgracia lo torturara.

Mi vecino lo rodea con un brazo a modo de consuelo, con la mano que le queda libre intenta quitarle de nuevo el pomo, pero esta vez, el otro se da cuenta, las fuerzas le vuelven al cuerpo como si todo se tratara de una actuación y aprisiona la botella, levanta con soberbia el mentón y le dirige una mirada retadora.

Forcejean de una forma ridícula, con el mero movimiento de las muñecas. El albañil deja la bicicleta para que se quede recargada contra la pared y se abalanza con las dos manos sobre su más cara posesión, hasta que su contrincante suelta la botella con desprecio.

El albañil tiene el rostro ligeramente compungido, una mezcla de indignación y vergüenza. En cambio mi vecino se retira un poco,  inspeccionando el barrio, disimulando el coraje con un par de aplausos hacia la nada, porque se ha quedado seco. Luego regresa, con más ánimo, le da una palmada al otro como para amistarse de nuevo. El albañil lo mira con recelo durante unos segundos, pero el efecto del alcohol lo adormece. Las intenciones de los dos han quedado al descubierto, la lucha por los últimos tragos del mezcal.

Después de un rato mi vecino agarra la bicicleta por los cuernos, la atrae hacia sí mismo como si fuera a robarla. El otro no puede terminar el trago, cierra la botella lo más rápido que puede, da un par de pasos hacia adelante. Mi vecino insiste y lo va llevando, despacio hasta el final de la banqueta. El albañil no se lo toma a broma, y con las dos manos al frente, sosteniendo con firmeza la botella, intenta como si diera los primeros pasos de su vida, alcanzar  su medio de transporte. Entonces pierde el equilibrio. Desde el escalón de la banqueta, cae de cabeza sin que las manos le sirvan para nada. El golpe es como un chasquido, apenas audible por el ruido del tráfico. 

Un grupo de borrachos, llegan desde la otra esquina de la calle con una lentitud pasmosa, como si caminaran bajo el agua. Increpan a mi vecino por no ayudarlo. El albañil logra apoyarse sobre sus brazos, levanta la cabeza. Entre dos le dan una mano y se pone de pie con la intención de retarse a golpes con el otro, pero se marea y termina sentándose. La botella está intacta, apenas se da cuenta, quita la rosca y bebe para consolarse. Los que lo ayudaron a levantarse le devuelven su bicicleta para que se vaya.

Finalmente se dispersan, dispuestos a seguir curándose la cruda. El albañil atraviesa la avenida con lentitud, con rumbo desconocido, la bicicleta a un costado, los carros suenan la bocina. Detrás de él, mi vecino lo sigue con cautela.